miércoles, 1 de junio de 2011

Terraza

Meg y Lily siguen siendo amigas mías. Casi nunca las entiendo, ni ellas me entienden a mí. Imagino que por eso nos llevamos tan bien. No nos hace falta más que estar juntas. Tomarse un red snapper una sola es aburrido o, más bien, te hace parecer aburrida, y... ¡ellas son tan decorativas! Además, como somos tan distintas, no nos hace falta competir en nada. Creo que he encontrado la amistad verdadera, querido Paul. ¿No decían que, entre mujeres, no existía ?... pues yo no veo qué más se puede pedir. Realmente, me alegro de haber participado en aquel crucero de jóvenes promesas.


Meg dice que aun no sabe de qué sigue siendo promesa, pero está segura de que promesa es, porque, dice, no haber hecho nada con su vida en estos cuatro años, salvo enamorarse inutilmente y poco más, así que se siente cada vez más promesa y cada vez menos joven. Empezó a hablar de su futura posible celulitis y, evidentemente, ante tamaña ordinariez, tuve que dejar de escuchar, no entiendo por qué tengo yo que escuchar eso, ¡que se corte las piernas y nos deje tranquilos! Así, pues, cerré los oídos y me concentré en los borsalinos que cubrían la terraza, como pequeñas setas, divertida ante la intriga de a quién me podría encontrar debajo de cada uno y de si merecería la pena, o no, arriesgarse a hacer un numerito encantador, cuando la voz clarísima de Lily me sacó de mi ensimismamiento. "Pues yo opino que el hombre ideal es aquel que no puede dejar de hacerte fotos, estés fabulosa o desgreñada, ni de tocarte cuando andas desnuda por su casa -en la propia es mejor cubrirse siempre-; sobre todo este segundo punto es importantísimo".


Al llegar a esa última palabra decidí no preguntar y me levanté, ya había localizado el borsalino que, esperaba, acompañaría a las manos más bonitas. Pero eso ya es otra historia.