domingo, 17 de junio de 2007

Santorini. Por: http://www.lume.org/weblog/

Soñaba mucho. Tanto, que la mayoría de las noches le dejaban absolutamente exhausto e incapaz de mover un sólo músculo hasta ya avanzada la mañana. Casi nunca recordaba nada más allá de los primeros parpadeos, del borroso instante en que sus pies aún no se habían dejado caer sobre la realidad de un hospital que transformaba su vasto universo en los 80 cm de ancho de su cama.
No sabía ni quién era, ni cuánto llevaba su cuerpo postrado en una horizontal en la que el horizonte, el imposible, quedaba justo donde terminaba su piel para comenzar las sábanas. Vivía dividido entre dos mundos desde hacía tanto tiempo que había llegado a medirlo por la lentitud con que sus días se acortaban a medida que las estaciones pasaban. Por el ruido de la calefacción a media tarde o la ausencia total de brisa de las largas jornadas de sol de sus veranos.
Sólo había un momento, alguna vez, en que su estática vigilia lo reconfortaba. A veces, sentada al borde de la cama con una presencia inmóvil, como de flor, una enfermera con el nombre de Isabel le susurraba cerca del oído las historias con las que soñaba.
- Cuéntame un cuento esta noche, Isabel- Decía. - Cuéntame una historia para que me olvide de esta cárcel, de este imperio de la soledad y de esta cama.
Ella sonreía desde el mar azul turquesa que apresaba sus pupilas, y le contestaba.- ¿Una historia sobre qué?- Una historia de un amor imposible y un volcán, de un río de lava…
Y tomando prestadas un puñado de palabras, aquella Isabel paciente y delicada, le contaba.
- “Mi madre me contó una vez que hay una flor que crece al pie de un volcán, junto a un lago de agua templada….”
Transformaban aquella habitación en un universo libre de ataduras, alejándose arropados solamente por aquella voz como el cristal hasta casi el amanecer en que les sorprendían el cansancio, la medicación, o el sueño. Más de una vez les descubría el sol adormilados hacia el infinito con la mano entrelazada.
Hasta que un día, algún tiempo después, Isabel dijo que se marchaba. Se casaba, le contó, se cambiaría de ciudad y ya no volverían a ser suyas (de los dos) aquellas historias en las que el mundo era infinito contadas desde la almohada.
Nunca decía exactamente cuándo. “Pronto”, “unas semanas”. No importaba. Hasta que una vez, sentada más frágil y menos calmada, le dijo:
- Será mañana- Vaya….
Y tras un largo silencio, aquel Javier postrado inmóvil en la cama, le contestó.
- Háblame hoy del amor, y de nosotros. Háblame del océano incansable que vive en tus pupilas, y de tu voz. Háblame de un lugar que sea nuestro con el que soñar después, cuando te hayas marchado y no me quede nada.
- “Hay una isla en Grecia, cerca del mar, que fue un volcán hace ya tanto que el mundo ya nunca lo recuerda. Sus casas son todas de color blanco y las ventanas y cúpulas que las adornan están vestidas de un azul tan hermoso, tan limpio y tan perfecto, que intenta perderse a medio camino entre el cielo y un mar tranquilo y apacible cuyas olas lamen los acantilados hasta los los que caen las casas. El suelo de pizarra de sus calles resuena, solitario, bajo mis sandalias.
En esta pequeña isla enamorada del mar, el sol se pone acompañado de una dulce neblina que siempre me recuerda a aquellos días de verano en que te vi crecer mientras soñaba, distraída, desde mi ventana. Había algo en tu forma de mirar que no has perdido ahora con el paso de los años y la soledad; un brillo malicioso e inocente tras tus ojos que siempre me recordará que me pasé toda la vida deseando conocerte y acabar perdidos en un mundo en el que todo fuera piel, y sol, y viento y una caricia de corazón a corazón acompasada al ritmo de tu cuerpo golpeándome en la espalda.
Esta historia habla de Santorini, y de ti y de mí, y de aquella única vez”.
Y la mano inocente de Isabel se perdió en aquel instante por debajo de las sábanas.
- “Hay un pequeño edificio en la ciudad, con un discreto campanario que mira al mar sobre un tejado a dos aguas en el que solíamos encontrarnos. Te habías vestido de blanco y me dijiste que tendrías que marchar y que querías no decirme adiós (pues odias la expresión) pero que no creías que volviéramos a vernos. Y esperando tumbada bajo el sol y la humedad, me sorprendió el sueño.
Me desperté contigo sentado junto a mí, como lo estoy yo ahora, tu mano acariciándome los labios.
- No te muevas, dijiste.
No me moví.
Ni cuando me abriste los labios con los dedos. Ni cuando manteniéndolos entreabiertos rellenaste el espacio vacío con nuestro primer beso. No me moví de aquella boca hambrienta con que me buscaste cada milímetro de piel entre la mía, por años reseca de esperarte así, enredada entre tus labios y tus manos y tu lengua entre los dedos.
No me moví cuando tu mano me buscó violenta debajo de la falda, ni cuando el hambre te llevó a morderme el cuello. No me moví mientras tus dedos me encontraron buscando más fuerte el contorno escondido de tu mano entre mis piernas.
No me moví cuando después de desnudarme me fotografiabas con los ojos, inmóvil, guardando en tus pupilas una despedida que ninguno de los dos se atrevería a formular.
No me moví ni un sólo instante. Aquel era tu momento, más que nuestro. Aquella despedida para ti era poco más que un vano adiós con el que desvelarme, entre jadeos y sudor, un secreto que me estabas reservando.- Siempre te quise, dijiste, desde el primer momento. Pero no me atreví, y hoy ya es tarde.
Y yo callé, tendida entre tus brazos. Te había esperado hasta que ya no fue importante, hasta casi olvidarlo. Tanto que aquella espera se volvió parte de mí y me alejaría de un nosotros más amargo. Habría de ser así, que nuestro corazón se había unido en la distancia y al estar tan cerca éramos poco más que extraños. Buscábamos los dos un mito, una quimera que habíamos forjadoentre los dos al observarnos desde las ventanas y aquel suelo liso en el que resonaban con cadencia de reloj a veces mis zapatos. No teníamos nada que darnos, o nada que ofrecer, que se pudiera prorrogar más allá de aquel tejado de aquella isla que una vez fuera un volcán, de aquel encuentro, y de aquel abrazo”.
La mano de Isabel temblaba sobre el corazón de un Javier inmóvil. Sus ojos de niño se habían perdido en algún punto más allá del techo.
- T-t-t-e…. te escribí al volver a Santorini, un mes después. Pero te habías ido… Te…. te recuerdo, Isabel…
Aquellas cuatro paredes menguaron hasta convertirse en un minúsculo ataúd de nuevo.
- Nada me retenía allí.- ¿Y… el resto?- Puro azar, me temo. Y ahora tengo que marcharme.- ¿Volveremos a vernos?- Quién sabe…
Isabel se fue como un soplo ligero y suave de viento frío que anuncia el fin del verano de la mano del invierno.
Después de recorrer con la mirada aquella habitación, cerró los ojos una última vez.
Soñaba mucho. Tanto que la mayoría de las noches, si alguien pasaba cerca de la habitación, podía oír el eco lejano de unas campanas, las gaviotas, y el mar. Y el sonido rítmico, como un corazón, de unos zapatos…

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Una pena que lo haya dejado este chico...

1 comentario:

Paul Varjak dijo...

Que cosa más gonica, Holly. Aunque los hospitales no sean lo mío he visto que hay veces que aunque estés tumbado mucho tiempo en una camilla en un hospital, la gente hace que sea una experiencia más agradable de lo que parece a simple vista. Y eso que yo nunca me he tumbado en una camilla de hospital.